Eurovisión: el festival que se volvió queer sin pedir permiso

Hoy, 28 de junio, celebramos el Día Internacional del Orgullo LGTBIQ+. Una fecha para alzar la voz, reivindicar y recordar. Y si hay un festival que ha caminado a nuestro lado con brillos, drama y resistencia pop, ese es Eurovisión.
Hay programas de televisión que nacen para gustar a las masas. Y luego está Eurovisión, que nació para unir a Europa… y acabó uniendo a millones de personas LGTBIQ+ en un culto que va mucho más allá del televoto. Cada año, en mayo, mientras unos miran las noticias y otros el fútbol, el colectivo mira a Europa cantando, con más pasión que en una final de Drag Race.
¿Y por qué esta historia de amor? ¿Qué tiene este festival para ser algo más que una gala kitsch? Tiene memoria. Tiene pluma. Tiene historia. Tiene a Jean-Claude Pascal susurrando un amor prohibido en 1961, cuando ser gay era ilegal en casi todos los países del continente.
No lo decía abiertamente, claro. No podía. Pero “Nous les amoureux” hablaba de dos hombres que se querían y no podían estar juntos. Y ganó. En pleno blanco y negro. Esa fue la primera vez que Eurovisión se convirtió en refugio, aunque nadie lo llamara así.
Avancemos rápido. 1997. Islandia envía a Páll Óskar, primer artista abiertamente gay. Se sube al escenario sentado en un sofá de cuero blanco y actitud desafiante. El jurado se encoge. El público LGTBIQ+ toma nota: aquí se puede ser quien eres.
Un año después, Dana International llega desde Israel vestida de Jean-Paul Gaultier y gana con “Diva”. Mujer, trans, deslenguada y sin pedir permiso a nadie. En directo. En la televisión pública europea. Algunos países intentan boicotearla. Ella responde con una reverencia y el micrófono de cristal. Eurovisión se acababa de declarar oficialmente queer-friendly.
Desde entonces, cada edición ha sumado algo a esta historia. Marija Šerifović, lesbiana, gana por Serbia. Verka Serduchka, drag ucraniana con estrella en la cabeza, arrasa. Krista Siegfrids, en pleno 2013, planta un beso lésbico en prime time por el matrimonio igualitario. Rusia protesta. Europa aplaude.
Y luego está Conchita Wurst, claro. La mujer barbuda que en 2014 se impone con una balada de venganza glam y la voz de una diosa con resaca emocional. “Rise Like a Phoenix”. Y vaya si resucitamos. Su victoria fue más que simbólica: fue política. Fue cultural. Fue personal. Para millones.
Eurovisión, sin querer queriendo, se ha convertido en el espacio seguro más grande del continente. El único lugar donde puedes ser una drag andorrana con violonchelo y tener más repercusión que la última reunión del Consejo Europeo.
Y no es solo lo que vemos. Es lo que hay detrás. Es ese sentimiento colectivo de comunidad, de entender el dolor de haber crecido siendo diferente, y encontrar —aunque sea por tres minutos— un escenario donde eso no solo se acepta, se celebra.
Por eso Nemo ganó en 2024. No solo porque cantaba bien. Sino porque vino a romper códigos —literalmente— como persona no binaria, y se subió al escenario sin adaptarse a nada ni a nadie. No pidió permiso. Lo tomó. Y Europa le aplaudió de pie.
¿Que por qué lo amamos? Porque Eurovisión no nos mira raro. No nos pone excusas. No nos pide que bajemos el volumen. Al contrario: nos da un escenario, nos enfoca con diez cámaras y nos dice que subamos el brillo.
Es el único show donde la rareza es virtud, la diferencia es un gancho y la emoción está permitida, incluso si desafinas. Especialmente si desafinas.
Porque mientras sigan existiendo lugares donde amar libremente se castiga, mientras haya quien quiera volver al armario o al pasado, Eurovisión será nuestro desfile, nuestra trinchera y nuestra fiesta. Todo a la vez.
Y lo será con lentejuelas, sí, pero también con memoria, orgullo y dignidad.